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martes, febrero 26, 2013

Divagando

Si hay algo que se me da bien es divagar, aquí, en la infinita soledad de mi mismo, desde este onceavo que está mas cerca de la luna, eterna compañera, que de los ruidos del asfalto, donde los silencios de la gente pretenden dejarme tan sordo que huyo lejos, tan lejos como puedo, tan lejos como dentro de mí. Y es que cada vez me entero mejor de cómo funciona este juego y cada vez quiero jugarlo menos, porque eres consciente de sus reglas y ves el decorado, ves el cartón piedra y descubres un día, casi por casualidad, que lo importante de la obra es la sutileza y la sensibilidad del mensaje que esconde dentro, sólo reservado a esos elegidos que saben desgranar, priorizar y entender. Pero los demás priorizan el decorado, y esta obra, con fecha de caducidad, cada vez habla mas rápido, más sentenciosa y mas pretenciosamente, cada vez cree saber más de si misma y cada vez se equivoca más y más. Cada vez vacío más la mochila, cada vez me quedo con menos y, curiosamente con cosas intangibles, cada vez me preocupo menos por un coche y más porque no me falte mi acorde de guitarra de cada día, cada día me preocupo menos del que dirán y cada vez me preocupo más del qué digo yo, cada vez me preocupo menos de tí y, doblemente irónico, me preocupo más por tí. Si hay algo que admiro, es la sensibilidad, es la complejidad que encierra lo aparentemente sencillo, es la pureza que escupe tu mirada en mi cara, una pureza que no sé, no quiero e incluso temo encarar. Y de tu pureza, que sólo tu tienes, y de tu sinceridad que sólo de tí quise aprender, se forja el camino que quiero recorrer día a día, porque sé que sólo así me alejaré de aquel pueblo, con tantos habitantes, de la demagogia. De pequeño quería ser mayor, y de mayor la gente quiere ser pequeña, pero yo ahora que ya soy mayor no quiero ser pequeño, porque nunca dejé de serlo, ni quiero ser feliz, porque nunca dejé de serlo, ni tampoco quiero un atardecer en la playa de la caleta o desde la azotea de mi casa, porque ya los he vivido y los vivo intensamente. Si algo pidiera ahora que soy mayor sería no tener que pedir nunca nada, ni a mi ni a nadie, porque después tendré que devolverlo, y los interesés de los demás no importan, pero mis propios intereses son caros, muy caros, carísimos, tan caros como cara vendo la tristeza, la pena y la irresponsabilidad. Las vendo tan caras que ya ni siquiera las pido a los proveedores porque nadie me la compra y, gracias a los clientes de los que me he rodeado, no tengo que almacenarla y ya no lo trabajo. Cuando dejas de trabajar la pena y la tristeza, tienes más espacio expositivo para la alegría, para la sensibilidad y para la empatía, y claro, vienen los clientes que tu siempre quisiste que vinieran, porque he ahí el descubrimiento: la amistad no es un fin ni una meta, sino una consecuencia de cultivar una semilla de sonrisas, regarla con constancia y dejarla al aire libre para que le dé el calor y el brillo del amor. Hace tiempo descubrí la interdependendencia, me enamoré de las cosas bien hechas, fuí infiel a mis principios... y a mis finales, lloré por mi bien, reí de mi mal, anduve desde la cama y sobre todo me vestí de vergüenza pero solo con prendas de verano, porque a mi los abrigos nunca me gustaron. Mis zapatos son el realismo, porque son los que me tienen en contacto con este mundo tan injusto como bello, tan bello como extenso, tan extenso como intenso, tan intenso como justo; mis pantalones son la noche, porque ocultan aquellas ciénagas de las que me costó salir y las mejores noches de mi vida y en la camiseta va el día, lleno de colores, de signos, de maravillas, de alegría, de recuerdos y de mucho mucho carnaval. Me voy a la cama, que creo que estoy comenzando a divagar, y cuando divago corro el riesgo de hacer eso que ya no hace casi nadie, corro el riesgo de pensar. Cuidaos y recordad lo mucho que os quiero.